domingo, 28 de septiembre de 2008

LA INQUISICIÓN: PARTE II




Seguramente muchos de vosotros habéis estado en un viejo pueblo, en especial aquellos, que cuando llega la noche todo cobra misterio. La única sensación que se percibe es la persecución de tu propia sombra. Imaginad que camináis solos por una estrecha calle oscura y de frente veis unas sombras que se acercan. No acertáis a descifrar quienes pueden ser, solo escucháis sus pasos acercándose hacía ti, y en la pared se perfila una sombra con forma de cruz que es sujetada por unas manos. A medida que los pasos se acercan, podéis percibir una multitud de voces no muy fuertes y de sus labios desprenden oraciones en latín. Son diez frailes vestidos con sotanas marrones oscuras, pasan por tu lado y ni siquiera se han hecho eco de tu presencia.

De nuevo hemos vuelto a ese tiempo de silencio y oscuridad. Hemos regresado a como se ejercía la vida, por los dogmas de la iglesia de Roma. Hemos viajado tiempo atrás en la historia, y debemos continuar en esta segunda expedición hacía los misterios de la
“inquisición”.

Ahora quiero llevaros a como era la vida en cualquier aldea, pueblo o ciudad cuando la “inquisición” hacía acto de presencia. Normalmente, los inquisidores solían viajar acompañados por un notario y la mayoría de veces con un guardaespaldas. Si era una misión importante solían ser escoltados por una patrulla de soldados. Al llegar a la población, la ciudadanía se exaltaba y sus nervios solían ponerse a flor de piel. Los inquisidores sabían de sobras que jugaban una baza muy importante porque hacían perder la serenidad a los habitantes.

Recién instalados en la población, solían dar charlas proclamando las mayores atrocidades para aquellos que no cumplían la doctrina de la fe católica. Debemos tener constancia de una cosa, en la actualidad el 98 % de la población española, sabe leer y escribir. En aquellos tiempos no era el caso, por lo que engañar y persuadir a las masas era muy fácil. Tampoco en nuestra época estamos acostumbrados a presenciar muertes a diario, y por ese tiempo la población estaba mas que harta de contemplar asesinatos, duelos y ejecuciones diariamente.

Los inquisidores primero proclamaban el “edicto de fe”, los habitantes podían confesarse o delatar a supuestos “herejes”, bajo pena de excomunión. Más tarde se hacía público el “edicto de gracia”, que durante aproximadamente tres semanas, los habitantes dispuestos a confesar, no se les quitarían sus bienes, ni se serían condenados. Pasado ese tiempo, no habría clemencia para los “herejes”. El nervio y el ansía hacían eco en la gente. De esta manera, un vecino que durante años fue tu amigo, podría ser tu acusador preso del miedo y el descontrol.

Pero hemos de pensar que los “inquisidores”, de gran intelecto y astucia, no podían permitir que la población se volviera totalmente hostil entre ella misma. De esta manera, los acusados no sabían porque se les acusaba y tampoco conocían a su delatador. Además tenían el derecho de poder recurrir su denuncia, nombrando una lista de los posibles acusadores, y en caso de que se demostrase que la acusación era falsa, la pena caería sobre el acusador. Pero tenemos que decir, que todo esto tenía un proceso legal formado por un jurado eclesiástico y civil. Los miembros del jurado si que sabían el nombre de los delatadores, para intentar sacar conclusiones elocuentes respecto a dicho caso.

Muchas de las veces, el acusado mantenía su inocencia. De esta manera los “inquisidores” torturaban al supuesto “hereje” de muchas formas. La más normal era encerrarlo en una mazmorra, atarlo a la pared y dejarlo sin comida durante mucho tiempo. Conseguían que el “hereje” reflexionara sobre sus penas y preso de los nervios, el hambre y la desesperación acabase confesando.

El reo era desposeído de sus bienes materiales y seguiría en prisión hasta que se dictaminara sentencia. Llegado el juicio, el reo disponía de un abogado defensor, pero no creáis que éste le defendía. Simplemente le aconsejaba para que confesara su pena y de la forma que debía hacerlo. También presenciaban el juicio los acusadores y podría decirse que prácticamente nunca, salvo excepciones, el “hereje” solía salir bien parado. Aunque no todos eran condenados a muerte, la mancha que se les ponía en su vida era casi peor que la propia ejecución.


Habían muchas condenas, la más suave era pagar una multa y llevar el famoso “ Sambenito”. Era un saco de lana, que se lo entraban por la cabeza, la parte que hacía de sombrero tenía forma de cucurucho y la cara quedaba al descubierto. En el centro del saco de lana, si la pena era leve se les pintaba la cruz de San Andrés en rojo y si la condena era grave se les pintaba llamas y demonios. Pero si la sentencia era grave, el “hereje” sería expuesto al “relajado al brazo secular”. El condenado se entregaba a la fuerza pública y era condenado a la hoguera. Si el hereje pedía confesar o arrepentirse, podría ser ahorcado en caso de que fuese pobre y degollado si procedía de una familia mas asentada.

También podía ser que el acusado no fuese presente por haber escapado. Entonces se les quemaba en “efigie”, que consistía prender en la hoguera una figura en su nombre. Muchas veces el reo fallecía antes de la ejecución. De esta manera se profanaban sus huesos y se quemaban. Tenemos que decir que estos bochornosos espectáculos, denominados “autos de fe”, eran una fiesta para la población. Podría decirse que todo el pueblo estaba presente y expectante a dicho acontecimiento.

Simplemente he querido relatar en esta segunda parte como era un proceso penal de la inquisición. He intentado acercaros a esa barbaridad, que no hace tantos años todavía era vigente en España. La verdad que es muy triste ver como el hombre podía ser tan cruel y temerario. Pero esto es la historia y en esta sección tenemos el deber moral de contarlo.

Personalmente en Kultureros, respetamos toda clase de religión. Pero tenemos la necesidad de relatar lo que allí sucedió. La iglesia católica ha avanzado y evolucionado con el tiempo, por lo menos en lo que a este tema se refiere…

Un saludo.
Juan Antonio Díaz García.


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